domingo, 28 de octubre de 2012
El escorpión, la rana y la naturaleza humana
El científico Edward O. Wilson sustenta en la vida social y el altruismo su nuevo estudio sobre la esencia del hombre
Existe una vieja fábula que cuenta que un escorpión le pidió a una rana que lo transportase a través de un arroyo. La rana se negó, diciendo que temía que el escorpión la picase, pero éste le aseguró que no haría tal cosa. “Después de todo”, le dijo, “ambos pereceríamos si yo te picara”. En vista de ello la rana aceptó. Sin embargo, a medio camino de la travesía del arroyo el escorpión le clavó su letal aguijón. “¿Por qué lo hiciste?”, preguntó la rana mientras ambos se hundían bajo la superficie. “Es mi naturaleza”, contestó el escorpión.
Si hubiese que resumir en pocas palabras el tema central del libro objeto de la presente reseña, La conquista social de la Tierra, bastaría con decir que trata de responder a la cuestión de cuál es la naturaleza humana, una cuestión que es difícil contestar con la seguridad que el escorpión dio a la rana. ¿Cuál es, en efecto, nuestra naturaleza? El autor de esta obra es Edward Wilson (1929), que no sólo es un entomólogo de talla mundial, probablemente el mayor experto en el estudio de las hormigas (mirmecología), sino también un magnífico y prolífico autor de libros destinados al público general, ocupación en la que ha cosechado éxitos de importancia: ganó dos premios Pulitzer, el primero (1979) por —el tema al que ahora vuelve— Sobre la naturaleza humana y el segundo (1991) por Las hormigas, que escribió junto a Bert Hölldobler. La conquista social de la Tierra constituye en mi opinión algo así como su visión última de la naturaleza, a cuya comprensión y conservación tantos esfuerzos ha dedicado. Comprender la naturaleza humana es para Wilson ser capaces de contestar a las preguntas más transcendentales que podemos hacernos: ¿de dónde venimos?, ¿qué somos? Preguntas que deberían servirnos para plantearnos otra no menos fundamental, la de ¿adónde vamos? La ciencia, como la historia, recordemos, encuentra una de sus justificaciones más sólidas si nos sirve para actuar sobre el presente y orientar el futuro.
Decía antes que hace más de tres décadas Wilson ya se ocupó de este tema, pero los avances científicos realizados, especialmente durante las dos últimas décadas, permiten plantearlo ahora de manera más satisfactoria y más coherente. La conclusión a la que ha llegado Wilson es que la clave del asunto se encuentra en el concepto de “sociabilidad”, de “social”. El Santo Grial en el que se basa es el concepto de “eusocialidad”, la característica de los individuos “eusociales”, aquellos que se reúnen en grupos que contienen múltiples generaciones y que están dispuestos a realizar actos altruistas como parte de su división de trabajo. Resulta, y ello ya nos dice algo sobre nuestra privilegiada posición en la historia de la vida sobre la Tierra, que han existido muy pocos individuos de este tipo a lo largo de la historia de la Tierra: tres clases de insectos, las abejas melíferas, los termes constructores de termiteros y las hormigas, y una especie de homínidos, los Homo sapiens, esto es, nosotros.
Una vez centrados en la sociabilidad, en la eusocialidad, surgen múltiples cuestiones ligadas básicamente a por qué existe la vida social avanzada y por qué se ha dado tan pocas veces en la historia de la vida, así como cuáles han sido las fuerzas motrices que la hicieron aparecer. Ahora bien —y esto es un problema— ¿no es una de las enseñanzas centrales de la selección natural introducida por Darwin, la de la lucha por la existencia, aquello de la competición por preservar y transmitir los genes propios? Wilson reconoce este hecho, que la fuerza evolutiva que abrió camino a nuestro linaje a través del laberinto evolutivo fue la selección natural, pero una selección que se aplicó no sólo a los individuos sino también a los grupos. “En la evolución social genética”, escribe, “existe una regla de hierro, según la cual los individuos egoístas vencen a los individuos altruistas, mientras que los grupos altruistas ganan a los grupos de individuos egoístas. La victoria nunca será completa; el equilibrio de las presiones de selección no puede desplazarse hasta ninguno de los dos extremos. Si tuviera que dominar la selección individual, las sociedades se disolverían. Si acabara dominando la selección de grupo, los grupos humanos acabarían pareciendo colonias de hormigas”.
Sustentado por este pilar, el de la eusocialidad, Wilson desarrolla su trama, en un auténtico tour de force, reuniendo información procedente de múltiples disciplinas, desde la genética molecular, la neurociencia y la biología evolutiva hasta la arqueología, la ecología, la psicología social y la historia. Como basa su argumentación en la característica grupal y ésta apareció primero en algunos insectos, dedica algunos capítulos a éstos, en particular a las hormigas, su especialidad, con la razonable esperanza de encontrar allí claves para comprender cómo semejante característica surgió en nuestra especie. Aunque inevitables, puede que más de un lector encuentre estos capítulos a veces algo pesados y excesivamente prolijos, pero se verá compensado por otros que sentirá muy vivamente como “suyos”, los dedicados a cómo evolucionó la cultura, los orígenes del lenguaje, la moralidad, el honor, las artes creativas y la religión. Sobre éstas, Wilson, que entiende bien su firme basamento eusocial, es particularmente duro: “¿Por qué razón”, escribe, “es prudente poner abiertamente en tela de juicio los mitos y los dioses de las religiones organizadas?”. Y contesta: “Porque son idiotizantes y divisivos… Porque fomentan la ignorancia, distraen a la gente de reconocer los problemas del mundo real y con frecuencia los conducen en direcciones equivocadas que provocan acciones desastrosas”. Valga este ejemplo para señalar a los lectores que La conquista social de la Tierra es, efectivamente y como promete su autor al inicio, más que una reconstrucción de los caminos que han conducido a la aparición y consolidación de los Homo sapiens; es también una valiosa ayuda para comprender nuestra propia naturaleza, una naturaleza eficaz para nosotros, pero peligrosa, muy peligrosa para el conjunto de la vida terrestre. Acaso comprendiéndonos, podamos evitar lo peor que hay en nosotros mismos: nuestra depredadora naturaleza.
Fuente: elpais.com
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